Comisario de la exposición: Jorge Armestar
NUESTROS OJOS ESTUVIERON ALLÍ
Tengo dos buenos amigos a los que conozco desde hace veintitrés años y a los que veo casi todas las semanas. Fundamos un grupo de Amnistía Internacional; empezamos reuniéndonos en su casa y ahora nos encontramos los viernes en una pequeña sede de nuestra organización de derechos humanos. Año tras año hemos ido recorriendo el mundo sin salir de la ciudad: empezamos en Timor Oriental, nos ocupamos de Colombia, de Liberia, de Sudán, de un preso cubano al que conseguimos liberar, de las mujeres de Arabia Saudí, de las muchachas de Ciudad Juárez, de los niños de cualquier país, de quienes esperan su último día en los corredores de la muerte y de millares de víctimas anónimas. Cuando empezamos en esto de ser activistas de los derechos humanos nos desesperábamos y pensábamos que nuestro esfuerzo no servía para nada, en una época en la que, para llegar a la conciencia de la gente, solo teníamos la prensa y la televisión. De vez en cuando, nuestra oenegé conseguía unas imágenes impactantes que hacía llegar a las emisoras de medio mundo y que nos permitían despertar las conciencias, sacar ese soplo solidario que tenemos dentro, pero que está adormecido: nos dimos cuenta entonces de lo importante que era traer la realidad a los ojos de la gente para movilizar la lucha por los derechos humanos.
Todo ha cambiado mucho y casi todo el mundo tiene hoy una pantalla en el bolsillo en la que puedeencontrar una fotografía de aquello que pasa en el rincón más remoto del planeta. Así que uno de los problemas que teníamos hace veintitrés años lo hemos solventado, y ya no dependemos de que las grandes agencias de información tengan a bien distribuir un vídeo impactante a las principales televisiones. Ahora el problema radica, paradójicamente, en que tenemos demasiadas imágenes, que no siempre podemos saber si son auténticas, y en que corremos el peligro de que tanta profusión acabe por hacer perder la sensibilidad sobre el dolor ajeno.
A finales de marzo de 2016 una imagen de Mai Saki que no sabía si había sido tomada en Lesbos o en Macedonia me llevó a escribir una columna que titulé Fotografías. Quizá no fuera la captura más brillante desde el punto de vista técnico, pero sentí algo más que emoción al ver a un padre que tiene en sus brazos a un bebé de menos de un año, con un haz de luz tras su pequeña cabecita y con unas lágrimas marcadas en un rostro paterno que respira bondad y desesperación.
Los testimonios de Mai, como los de otros amigos que han estado en contacto con el drama de los refugiados y han vuelto para contárnoslo, son necesarios para recordar lo que pasa en el mundo y que no nos deje indiferentes. Meses después de la muerte en la playa del pequeño Aylan, que nos hizo llorar a casi todo el mundo, ya habíamos olvidado su nombre y los burócratas de la Unión Europea pactaban unos acuerdos vergonzantes con Turquía para devolver a seres humanos como si fueran mercancía defectuosa.
En las fotografías que Mai nos expone vemos personas hacinadas en lanchas, arropadas con mantas, tiendas de campaña junto a las vías del tren, alambradas, miradas sinceras que nos piden ayuda y algún que otro niño que esboza una sonrisa entre la tragedia. Y no podemos verlas como algo lejano, porque ni el espacio ni el tiempo son tan remotos: nos está ocurriendo en la Unión Europea y nuestros propios abuelos vivieron algo similar aquí el siglo pasado. La cámara de Mai nos ha permitido tener los ojos allí y ahora nos queda el reto de tener el corazón en todos los lados: exigir que nuestras autoridades se comprometan en solventar las crisis humanitarias y tejer redes de solidaridad entre la sociedad civil, para que el verbo acoger se conjugue en todos sus tiempos y modos.
En la columna que me inspiró aquella instantánea captada por Mai escribí que sus imágenes nos
ayudarían «a concienciarnos de muchas cosas: de que en esta guerra interminable y de mil aristas no merecen la pena ni los credos ni las banderas, solo la necesidad de preservar la vida de todos los seres humanos». Mis amigos, con los que me reúno los viernes para ver si podemos hacer un mundo un poco mejor, son de los pocos que no tienen un teléfono ultramoderno con el que ver al instante lo último que está pasando en el mundo. Pero saben, tras tantos años de experiencia, que es más fácil remover la solidaridad cuando has tenido cerca o has tocado la piel de las víctimas. Nuestros ojos estuvieron allí con Mai, ahora podemos ver sus fotografías y mirar cada rostro humano de otra manera. Es el pequeño empujón que nos hace pasar de ser meros espectadores de situaciones dramáticas a personas comprometidas para acabar con ellas.
Javier FIGUEIREDO
Las guerras quedan bien floridas en sus tomos correspondientes, explicadas, desentrañadas, desmenuzadas por historiadores avezados a los que no se les escapan determinados detalles, datos relevantes. Nada tan apasionante como el estudio de las causas de una guerra, el ejercicio impagable de la filosofía de la guerra que determina su licitud o ilicitud sin que por ello haya que entrar, necesariamente, en consideraciones de convenciones o tratados internacionales.
La guerra. François Mitterrand se murió echando de menos la suya: «He tenido una carrera política casi perfecta a la que sólo le ha faltado una guerra», se lamentaba a Lobo Antunes en uno de esos actos culturales donde se habla de esto y aquello.
Nuestra cultura ha alcanzado un momento de refinamiento difícilmente superable, ya somos el colmo de la civilización y, mientras por un lado nos justifican la guerra, por el otro tenemos a nuestros contables trabajando sin descanso para que no se pierda la más mínima aportación económica de la siempre expansiva industria militar al PIB mundial. Es muy tranquilizador vivir en un mundo así, tan bien organizado, donde, además, han tenido la consideración de ponernos la guerra lejos, como una abstracción que se concreta en un enemigo televisado convenientemente.
La guerra es una atrocidad necesaria, nos dicen, casi nos convencen. Y hemos olvidado que sobre esa atrocidad se reconstruyó Europa; un sueño de Europa que también acabó engendrando sus propios monstruos, viejos monstruos quizá nacidos en la noche de la Ilustración francesa y que recorren el continente como fantasmas. Vamos con nuestros libros de historia de un lado para otro sin que nos acabemos de explicara nosotros mismos, fallando en el intento de no repetir los mismos errores, encaminándonos hacia ellos como hacia trampas inevitables. Es evidente que hemos hecho de la paradoja ley: nos hemos condenado al bucle histórico no por desconocimiento, que por algo fuimos becados con una Erasmus, sino por indolencia.
La guerra siria es el penúltimo capítulo de esta escritura interminable, obra en marcha que arrolla, más que con renglones torcidos, con renglones laberínticos un país entero. Es lo inconveniente de las guerras: detrás de la idea de la guerra están sus muertos que aparecen por todas partes, en las noticias, en las escombreras, en las escombreras de las noticias.
La comunidad internacional es muy comunidad y mucho internacional, hace lo que puede, se supone, sin que lleve demasiado bien la cuenta de los muertos. ¿Cuántos muertos son necesarios para hacer de la guerra algo insoportable? ¿Cuándo se consideran suficientes como para intervenir en favor de la población civil? ¿En qué momento empiezan a importar a alguien?
Mientras se dirimen estas cuestiones, y otras igualmente interesantes, en los plenos bruselescos y demás congresos para no dejar pasar la oportunidad de poner en práctica las normas de urbanidad parlamentaria, a los sirios les come la impaciencia por huir de su muerte segura y ponen tierra y mar de por medio con tal de dejar atrás un simulacro de vida que hacía años ya no les pertenecía. Pocas cosas debe de haber más duras que esta: quedar desarmado de tanta guerra y tener que huir de lo que uno ya no va a poder ser más.
En estas condiciones llegan a la Europa nuestra nuestros hermanos los sirios, refugiados a la intemperie con la suerte de haber salido indemnes de la guerra, del mar, de las mafias, de la policía. Son cinco millones de desplazados, el 25 % de la población siria, se dice y se escribe pronto, uno de los mayores éxodos de la historia reciente, según constata Wikipedia con cierto deje orgulloso por registrar un nuevo récord.
De momento, ahí los hemos dejado en los mal llamados campos de refugiados, a la espera... ¿de qué? Mientras ese viejo ídolo con pies de barro de la Europa de las democracias y el Estado de derecho se deshacía bajo la lluvia en Idomeni, Mai Saki toma su cámara y decide marcharse a fotografiar lo que ella considera, con razón, un genocidio aberrante con el propósito de documentarlo, de dejar constancia.
Sale al encuentro de las horribles concertinas húngaras (de orgullosa fabricación española, todo hay que decirlo, que aquí también se inventa), indignada de que a alguien se le haya ocurrido semejante cosa contra seres humanos necesitados de ayuda. Allí, en la frontera con Serbia, comienza su trabajo que, como a tantos, la llevará a sumarse a ese número de voluntarios que han decidido, unas veces a título personal y otras enrolados en oenegés reconocidas, aportar su ayuda humanitaria.
Sid y Tovarnik, en la frontera serbocroata; Presevo, entre Macedonia y Serbia; Dimitrograv, entre
Serbia y Bulgaria; Idomeni y Lesbos, en Grecia..., son formas de nombrar este asalto a la dignidad de unas personas que huyen de la guerra y que se han encontrado con el rechazo de las autoridades europeas, las fronteras cerradas, el hacinamiento en campos de detención y, ya por último, el acuerdo de expulsión con Turquía, lo que se ha venido llamando, con esclarecedoras intenciones periodísticas, la crisis de los refugiados sirios.
De todo esto hablan las fotografías de Mai en un tono claro de denuncia en las que se oye el llanto de los niños, se siente el frío, el escozor del humo en los ojos, las toses de los enfermos mal atendidos, la desesperación y la impotencia de quienes han quedado atrapados en un barrizal ajeno.
Son fotografías que ya hemos visto antes, que ya han sido juzgadas por la historia de forma poco
favorable, las hemos visto tantas veces que ya no somos capaces de reconocer a nuestros propios abuelos fotografiados en la huida, quietos en un tiempo intercambiable, casi imposible de distinguir de tantas veces repetido. Y, aun así, había que volver a hacer el reportaje, construir una narración fotográfica veraz sobre lo que les está pasando a estas personas, a estas mujeres, a estos niños huérfanos, perdidos, a estos hombres, de una manera inconcebible.
Desde luego, son las fotografías de un tiempo, fotografías en las que nosotros, los europeos, somos los peor retratados.
Carlos REYMÁN GÜERA Escritor
Fue un primer encuentro fugaz, pero certero. Ambos buscábamos y la vida nos conectó. «Justo estoy necesitando un comisario, mañana me voy a los campos de refugiados y a mi regreso me gustaría hacer una exposición», me dijo. En ese preciso instante cerramos un compromiso que nos ha mantenido trabajando en equipo para llegar hasta aquí: su primera exposición en la Asamblea de Extremadura.
Contactamos a diario, y os puedo asegurar que Mai se entregó. Ella estaba por encima de buscar una gran foto: iba a involucrarse, iba a ayudar, a conocer las historias de aquellas personas y, si surgía la oportunidad, tomaba fotografías. Y, por supuesto, cuando abres tu corazón, las historias vienen a ti y surgen solas, como le ocurrió a ella.
El fruto de todo esto es esta exposición, que es una pequeña parte de un proyecto más amplio, marcado por el compromiso que Mai tiene con esta tragedia. Dentro de unos meses, Mai volverá a los campos de refugiados y veremos, a través de su mirada, esta página negra de la historia de la humanidad.
Jorge ARMESTAR
Comisario de la exposición
Las fotografías de El Camino de la Vergüenza muestran personas en tránsito, gente sin hogar,
arrancadas de su vida cotidiana por la guerra, que buscan una vida en paz, lejos del estruendo de las bombas. Hay rostros de personas bajo la lluvia, niños jugando en un barrizal, personas andando un camino al que otros han decidido poner puertas. Algunos rostros mantienen la esperanza, en otros podemosleer la desesperación, la resignación. Cada foto cuenta la historia de una persona, pero todas las historias se parecen.
mai saki
A Margo, por su coraje. Y a mis enemigos, por su obstinación
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