Ángel Pascual Rodrigo y Juan José Flores caminaron en octubre de 2007 a través del Cañón de Añisclo con la mirada volcada en una colaboración creativa.
Después de siete años de aquel caminar hacia el Monte Perdido, aquella mirada compartida ha dado lugar a esta exposición secuencial de Ángel Pascual Rodrigo, en cuyos papeles y telas confluyen otras historias que el prólogo de Juan José Flores sugiere.
La dedicación de Ángel Pascual a Añisclo es un continuo leit motiv en su obra desde 1980, cuando dedicó a Marco Pallis dos de sus creaciones sobre el tema y convirtió a uno de sus árboles en icono de ese cañón.
Praderas de technicolor
Tantas veces me había preguntado de dónde venía todo aquel color que teñía la llanura y las montañas. Quizás no se equivoquen quienes piensan que escapé de allí. Vi mi oportunidad, aquellos otros colores —sí, el color: tal vez allí hallaría su fuente—, otras laderas y picos que soñaban otra nieve, otro río. «¡Es también una ficción! —me gritaron los últimos agoreros del desconsuelo—. Eso son cuadros, de nuevo sombras y color que alguien imaginó». Así que el sueño que me había llamado era el de un pintor, me dije. Algunos nombres escuchados al llegar me cautivaron. «Valle del Añisclo», donde bebí y lavé mi herida, «Monte Perdido». Todo aquí es distinto. No poseo ni necesito el movimiento que antes me animaba, ni siquiera su rastro, sino algo anterior a él que podría ser su presagio, su arquetipo. Es sobre todo el paisaje lo que me define ahora, me penetra, siento su densidad, su solidez, el peso de su existencia y la mía —antes tan evanescente—; la noto en el corazón, en mi herida. Aquí el color tiene peso y la luz es fluida como un río, una corriente que me lleva, me sostiene y me alimenta; me fundo en ella. ¿Podrá curarme la herida quien soñó estos cuadros?
Fragmento del texto de Juan José Flores
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